Un Regalo Especial de Silvia Beatriz Giordano




Estaban el gato de pelo renegrido, al que llamábamos Negro y el Capitán, un pointer color chocolate. El Negro no pertenecía a nadie, sólo a la casa. No respondía a ningún amo y yo sabía de su existencia por verlo retozar, como un gran manchón oscuro, sobre el pilar blanco de la verja a la sombra del gigantesco pino, durante las largas siestas del verano. El Capitán, cazador nato y especialmente preparado como cobrador de piezas, pertenecía a papá y a él lo admitía como amo y señor de su vida. Pasaba la mayor parte del día atado a su casilla, para protección de las gallinas de los vecinos, a las que consideraba su presa favorita. Gato y perro cumplían funciones específicas: uno contra las ratas y el otro como ayudante en los paseos de caza de papá. No eran mascotas ni podían usarse de juguetes: eran braceros de la casa, y tenían por sueldo, techo y comida.
Claro que yo tenía mi propia mascota. Ni perro ni gato, sino un hermoso pato blanco que debería convertirse en cisne en cualquier momento, de acuerdo a lo prometido por mi adorada madrina, el día que con mucho primor y cuidado, envolvió el huevo “cascado” y me lo regaló.
El huevo llegó a mi casa después de recorrer 120 Km. en perfectas condiciones. Como yo debía hacerme cargo de su atención, mamá, sabiamente, me endilgó con una serie de consejos que fueron sabiamente aprovechados. Estaba ante un huevo, que normalmente hubiera terminado en la sartén, del que surgiría vida y eso a mí, con apenas siete años, me parecía algo milagroso.
Durante una semana, el huevo descansó en una caja, cubierto de trapos de lana, con una fuerte lámpara para darle calor, en un rincón del piso en el baño. Estábamos en verano, la atmósfera era pesada, y mis obligaciones de “madre sustituta” se oponían a mis ganas de jugar. No me importó. Recuerdo muy bien la ansiedad con la que cada mañana me levantaba y corría a mirar esa caja en donde un huevo indiferente, se mantenía en el mismo estado en que lo había guardado allí.
Una tarde de domingo, apenas levantada de la siesta, decidí que por dejar a mi cisne por un rato, no estaría faltando a mi compromiso de cuidarlo y me fui a la casa de mi vecina a jugar un rato a las escondidas. Era demasiada tentación escuchar el conteo, el piedra libre y los gritos y risas de mis amigos.
Miles de recomendaciones a mamá, un vistazo desde muy cerca de la caja y un - ¡chicos, chicos! ¡no empiecen otra vez que ya voy! - Fueron el puntapié inicial para mi corrida hacia el juego y la diversión.
Ya anochecía cuando crucé el cerco de regreso a casa, agitada y roja por las carreras y saltos de la última mancha venenosa.
Mamá estaba en la cocina, preparando la cena. Eso no era novedoso, pero sí lo era la caja de mi cisne sobre la mesada. Una idea terrible me cruzó por la cabeza: Mi cisne convertido en huevo frito para la cena. Supongo que eso fue lo que me impulsó a llorar e hipar desconsoladamente, mientras mamá me acunaba contra su pecho, diciéndome cosas que en mi angustia, no lograba entender.
Todo terminó, cuando alzándome en sus brazos, me mostró lo que contenía la caja: un despatarrado, desplumado y feo cisne bebé.

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